La primera vez que la vi estaba medio dormida. Era una bolita peluda de tres meses, con largas orejas y con olor a leche. Durante su primer año de vida retó mi paciencia y luchó por hacerse con la autoridad de nuestra relación. Su obsesión por los calcetines me hizo correr tras ella en medio de la oscuridad de una noche de invierno, mientras ella perseguía los que llevaba puestos un veloz corredor que, sin detenerse, gritaba “¡Cógela, cógela!“, a lo que yo respondía, casi sin aliento, “¡Para, para!“.